SecuenciaSonar


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C O M U N I C A D O


A mi querido público de lectores y amigos todos, con este pequeño aviso, quisiera por favor que me disculpen pero por motivos estrictamente de tiempo y trabajo que lo necesitaría para terminar y concentrarme sólo en mi segunda novela, en mi blog Flujanz ya no publicaría más artículos ni trabajos literarios hasta durante un tiempo o mejor dicho nuevo aviso. Salvo las producciones musicales y vídeo-clips de SecuenciaSonar, que sí las seguiría divulgando y actualizando cada cierto tiempo en este mismo espacio, así como también en el siguiente link, www.reverbnation.com/secuenciasonar. Por otro lado, no se preocupen que, para todos mis amigos en Facebook y Twitter, seguiré también escribiéndoles como siempre.

En ese sentido, a todos mis fieles seguidores, amigos, lectores y conocidos todos, les pediría que durante este tiempo de ausencia tuvieran también algo de paciencia, que pronto, muy pronto estaría, como siempre, yo y mi excéntrico personaje Flujanz de nuevo con ustedes para seguir deleitando (a unos) o quizá aturdiendo (a otros) con más escritos y ocurrencias mías. Y, bueno, lo fundamental, de paso también ofrecerles, después de mi primera novela ¿Por qué a mí? que ya ha sido publicada también en dos ediciones (2003 y 2008, respectivamente), mi otro gran segundo intento de ficción literaria o, si quieren, llamémoslo una otra historia de esas entripadas mías.


FREDERIC LUJÁN ZEISLER


Alemania, miércoles, 20 de marzo de 2013

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Thursday, March 31, 2011

Tenía que hacerlo, era inevitable


Quién no ha tenido una vez problema con su vecino. La historia que les contaré ahora se trata de Felina, mi vecina que vivía en el último piso del edificio en donde yo vivo. Tenía que hacerlo, era inevitable. Ni me lamento no haber actuado como los demás: siempre odiándola, pero resignados, conformistas y sin hacer nunca nada. Porque cuando yo me decido a hacer algo, tengo que actuar, y me gusta hacer las cosas de una forma diferente, más exquisita, original. Mi padre me dijo un día: “Hijo mío, si sigues así, estoy seguro que un día tu originalidad te llevará a la fama” –él ya murió, y sigo aún sin entender a qué fama se había referido. Desde pequeño me gustaba enfrentarme a las circunstancias de manera planificada, analizando las causas de los problemas con sus respectivas consecuencias; proceder con recato, cautela, previniendo las acciones ha sido siempre mi divisa. Por ejemplo: a mis vecinos les aconsejaba siempre, en caso de que no les agradara una persona (como en este caso doña Felina), en vez de decirle palabras groseras, toscas, incultas, como: “vieja culona”, “vete a la mierda”, “hija de puta”, “muérete en la hoguera”, conviene ser más diplomático, condescendiente, comprensivo, morderse la lengua, tragar saliva, tener la paciencia de saber escuchar, sólo así estaríamos en condiciones de analizar mejor sus debilidades y terminar con éxito las cosas que nos hemos propuesto. Siempre he dicho que en un conflicto, atacar los elementos morales, intelectuales y circunstanciales, son más importantes que los físicos, ya que según mi hipótesis todo antagonismo, oposición o contrariedad, está basado en el engaño. Acuérdense siempre de este consejo: Ganará quien, debidamente preparado, espera que el enemigo no lo esté.

Como sabía que Felina era una mujer odiosa, desconsiderada y muy egoísta, dejaba a propósito que colgara en forma indiscriminada todos sus calzones tamaño super extra largos, sostenes cincuenta y cinco copa F, blusas floridas, faldas huachafas, camisones que parecían mantas, inmensas frazadas, y todo aquello que podría llamarse telas, ropajes, vestidos, indumentarias, en el tendedero de ropa en la azotea; y más bien procuraba dominar mi ira e indignación, satisfaciéndola en todo lo que ella quería, tratando de ser amable, conversando sobre temas que sólo le interesaban a ella.

Sabía también que eso de los gatos desesperaba a todo el mundo. A nadie le gustaba que esos felinos se pasearan siempre todos orondos por las escaleras del edificio, rondando por habitaciones ajenas, arañando las paredes, muebles, vinílicos, destrozando las macetas ornamentales; encima que la odiosa de Felina dejaba en cada piso y sin respetar el reglamento de la administración, un recipiente de plástico, amarrado con candado en la baranda de la escalera para que pudieran hacer sus necesidades. ¡Mierda! hasta ahora recuerdo ese olor penetrante a orín. Esparcían con sus pelajes, kilos de pelusas alérgicas por el ambiente, contaminando con micro organismos a todo el vecindario: de las quince familias que vivían en el edificio, más de la mitad tenían problemas respiratorios. Pero lo peor de todo era cuando uno caminaba por las áreas comunes del edificio, parecía un matadero, porque te tropezabas con restos de cabezas de aves, alas de loro, plumas de pajaritos, patas de ratas, cabezas de ratones, colas de lagartijas, y así, con una serie de extremidades desgarradas y en proceso de descomposición de animales que habían servido de merienda para esos gatos. Un día hasta encontré la cabeza de Pimbolo –el perico de la vecina que vivía en el quinto-, junto a la puerta de entrada de mi apartamento. Pobre mi vecina, hasta ahora le prende una velita con su foto en la cómoda del dormitorio. Felizmente ese día con las justas logré ahuyentar a ese gato sanguinario para que no se comiera el papagayo de don Remigio –el vecino que vivía un piso más abajo. ¡No, por favor, eso sí que no!... Yo tampoco lo toleraba, por eso tuve que recurrir a un artificio para librarnos de ese flagelo, llamado: Felina.

Felina era una sesentona infeliz, sin familia ni marido ni hijos ni nada. Vivía sola con sus tres gatos negros. Los trataba como si fueran sus propios hijos. No sé si será por la compañía de sus animales, el humor de su piel, gesticulaciones, fisonomía, pero a los vecinos les parecía que ella también tenía algo de gato. Cuando la veían pasar, la miraban con desprecio, profiriéndole indirectas, como: “Cuidado, que aquí hay gato encerrado” “Hasta los gatos quieren zapatos” “Venderá gato por liebre”, o frases como: “Gato con guantes no caza ratones” “Ésta se lava como gato” Y eso era verdad porque era alérgica al agua: la composición de sus sales minerales le producían irritaciones en la piel; se bañaba solamente con agua destilada y por gotitas. Habían días que apestaba peor que el orín de sus mascotas.


Un día, consecuente con mi estrategia y decidido hacer una evaluación preliminar, la vi subir por las escaleras al piso 11 (donde vivía ella), y le dije muy sorprendido, como para estimular su arrogancia:

“¡Doña Felina, qué bien se le ve! ¡Igualita a sus gatos!”

Y la muy estúpida que no había comprendido mi indirecta, hasta se alegró:

“Ay, gracias, usted es la primera persona que me lo dice... Verdad que son muy bellos, no”, miraba a sus gatos muy conmovida. “No entiendo por qué los demás odian tanto a mis gatos. ¡Vecinos mal nacidos, hijos de su madre!” Y paró de proferir para preguntarme: “¿No tendrá usted un poquito de pescado que le haya sobrado en su nevera?”

¿Pescado?... Veneno para ratas es lo que te debería dar. ¡Vieja gatuna! Cómo te atreves insultar así a mis vecinos, fue lo primero que pensé; y mientras se agachaba para acariciar a sus animales, le respondí manteniendo una cara de buena gente:

“Mi querida vecina, no hable pues así de los vecinos. ¿Por qué no...?”, quería proponerle algo, pero al ver su trasero de imponentes dimensiones se me había ido el habla por un momento (creo que ella también se había dado cuenta); mientras lo miraba sorprendido, seguía maldiciéndola en mi interior: Por qué no en vez de andar con gatos, deberías tener mejor un burro para que te destroce ese culo.

Ella, tratando de aclarar mi estado de confusión, me insinuó amarga:

“¿Y? ¿Qué pasa?... ¡Hable, hable, pues, y no me mire así! ¡Acaso no ha visto nunca a una mujer!...” Enderezó su amasado tronco, se acomodó la falda “Bueno, qué era lo quería decirme...”

“Caramba, nada más quería decirle que cuánto lo siento, me lo hubiera pedido mejor ayer que comí un lenguadito frito en mantequilla negra con su parihuela de cangrejos, de entrada.”

“Ah, bueno, entonces los soltaré en la noche para que se busquen algo de comer por allí.”

Tenía que proponerle algo, antes de que sus félidos volvieran hacer otro genocidio en el vecindario. Además, era la única manera de saber qué hacía, cómo vivía, el por qué de su actitud.

“Este, ¿por qué no mejor me invita un cafecito?”

Y extrañada por mi propuesta, me dijo poniendo cara de enemiga:

“Pero si yo ni lo conozco. ¡Qué tal insolencia, cómo se atreve!...”

¿No me conoces? ¿O por qué no mejor me dices que no te da la gana de hacerlo, vieja desgraciada?... Quince años viviendo en el mismo edificio y me dices qué no me conoces. ¡Esto es el colmo!, pensaba indignado; y le contesté mordiéndome los labios para evitar un abrupto:

“¿Qué es eso, doña Felina? ¿Cómo que no me conoce? Si ya llevamos viviendo muchos años juntos, perdón, quiero decir cerca, como vecinos en el mismo edificio, ¿o no? Es que como sé que le agradan los gatos, me gustaría complacerla con algo especial, ¿me entiende? Es que son tan lindos, preciosos, MIAU, MIAU”, imitaba la voz de sus animales, les hacía cosquilla en el cuello; y ellos, o mejor dicho bestias, se aprovechaban de ese momento de confraternidad para arañarme los zapatos nuevos de gamuza y deshilachar los pasadores.

“Bueno, está bien, eso siempre y cuando usted me traiga también el pescado que le pedí, ¿de acuerdo?”

“De acuerdo, lo que usted mande, doña Felina. Comerán el mejor del mundo, palabra de hombre. Pero... ¿le podría pedir un último favor?”

“¡Qué cosa quiere ahora! No ve acaso que estoy apurada, tengo que acicalar a mis gatitos”, contestó cortante.

“Este, ¿por qué no mejor me tutea? Llámeme Flujanz, a secas, ¿le parece bien?...”, le insinué como para ablandarla un poco.

“¿Flujanz?... ¿Ha dicho usted, Flujanz?”

“Sí, ¿qué tiene?”

“¡JA-JA-JA!…”, soltó una carcajada estruendosa; hasta el vecino que vivía al lado, entreabrió su puerta para ver quién era que se reía de esa manera tan vulgar. Repetía mi nombre, burlonamente: “Flujanz, Flujanz ... ¡JA-JA-JA!”

Me sentía tan humillado que me provocaba cachetearla. ¡La puta qué te parió! Nadie se ha burlado de mí de esa manera, qué se ha creído esta loca, le maldecía en mi interior.

Ella seguía desairándome.

“¡JA-JA-JA! ¡Flujanz, Flujanz!... Imagínese, qué tal coincidencia: ¿Sabía que el mayor de mis gatos también se llama así? ¡JA-JA-JA!” Toda su masa corporal adiposa convulsionaba de tanto que se reía.

Yo trataba más bien de ignorarla y me dominaba, concentrándome sólo en mi estrategia: Flujanz, no le hagas caso, tienes que sacar provecho de lo que ella aprecia, sólo así se someterá a tus dominios, y le dije, devolviéndole una sonrisa:

“Je, je, qué bien, así que ahora somos dos, eh. Cómo es la vida, no, doña Felina: Yo, llamándome igual que su gato. Qué gracioso, je, je... Será entonces un buen motivo para que me deje también pasar a su casa...”

Se puso de nuevo seria.

“Bueno, por ésta vez nomás, porque a parte de mis gatos no me gusta que nadie más entre a mi casa, sobre todo alguien del vecindario.” Acariciaba a su Flujanz que le ronroneaba y lamía la pierna. “Pero con una sola condición: a usted lo llamaré Luján, sin “F” ni “z” y con acento en la “a”, está claro. Porque para mí sólo hay uno y ese es mi Flujanz lindo, precioso, Cuchicuchi...”, mimaba a su gato como si fuera su hijo.

“Pues como usted quiera, vieja de..., perdón, quiero decir, doña Felina. Usted disculpe, es que estaba pensando en mi madrecita que en paz descanse, siempre pienso en ella... Je, je, je” No se me había ocurrido decirle otra cosa.

“Ya, ya, un poco más de respeto, por favor, sí. Y ahora agáchese y dele también un besito a su tocayo en la ñata.”

Por supuesto que el gato aprovechó de la situación para engramparme sus filudos colmillos en la nariz y de refilón arañarme la cara: hasta ahora se me ven las cicatrices de dos perforaciones en el tabique y un corte de cinco centímetro en la mejilla derecha.


Era una mujer poca apreciada en el vecindario. Aquino, que vivía frente a mi apartamento, qué cosa no había hecho para que Felina se mudara a otro lugar y dejara tranquilo a su familia: tenía una hija asmática que sufría mucho por las pelusas que dejaban esos malditos. Don Remigio, el pobre viejo que vivía en el cuarto piso, ya no podía más con sus nervios. Su papagayo también de puro pavor casi ni comía. Hasta había amenazado a Felina con matarla a cuchillazos, si no encerraba de una vez a esos felinos en una jaula.


Firme con mis planes, esa misma tarde compré una lata de atún doble del más apestoso –había dejado especialmente el envase en la terraza dos horas, para que se abrasara con el sol de febrero y tuviera un olor más penetrante (sabía que eso les gustaba a los gatos) Ese día, Felina me había invitado solamente una tasa de café (por supuesto que con más agua que café), sin pastel, ni galletas ni nada: según ella, el aroma del café ponía muy nervioso a sus animales y después tendrían dificultades para dormir durante el día.

Me comentaba orgullosa todo lo que hacía con ellos:

“Ay, Luján, qué animales para más tiernos. ¿Sabías que son muy buenos cazadores? Tu tocayo, por ejemplo, se ha especializado en aves, él es muy bueno, siempre piensa en mí, ¿y sabes por qué?...”

“No, doña Felina, por qué....”

“Porque después de comérselas, me trae sus cabecitas para mi caldito. Dime si no es primoroso.”

A mí se me venían arcadas, no podía creer lo que me estaba contando.

“¿Y, qué más?... continúe, continúe...” Por más que ya no aguantaba, pero igual, tenía que seguir alentándola para que continuara.

“Y después de chupar los restos de sus pequeños sesos, las bolitas de sus ojitos, el pellejito de la cresta, sus deliciosas lengüitas elásticas, guardo todos sus cráneos en una bolsa como trofeo. ¿Quieres verlos?...”

Entusiasmadísima y antes que yo le dijera que por supuesto no gracias, de un solo salto despegó su impresionante trasero del asiento y trajo de su dormitorio una bolsa llena de pequeños cráneos pelados: se trataban ni más ni menos de todos los pericos, loros, canarios, jilgueros de los vecinos.

“Mira, éste cabezoncito, por ejemplo...”, me mostraba contenta los restos de su esqueleto “Me parece que es de Pimbolo, el perico de la vecina del quinto, ¿lo recuerdas?”, todavía me preguntaba cínicamente. “Cómo odiaba a ese maldito parlanchín, me cantaba siempre: ¡Rico-Rico! ¡Bruja-Bruja!, y cosas así. Ay, menos mal que ha terminado en mi caldo, y gracias a mi Flujancito, mi gatito precioso.” El gato se dejaba acariciar, ronroneaba feliz y engreído, poniendo dura su larga cola.

“¡Pero, doña Felina, cómo hace usted eso! Comerse los animales de los vecinos, usted no es ningún gato. Acaso no le da pena, la pobre vecina hasta ahora le prende velas a su perico.”

“Bien hecho, porque también trataba muy mal a mis gatos. Eso sí, y por favor que esto quede entre nosotros nomás...”, me decía, humedeciéndome la oreja, porque escupía cuando hablaba “Si por casualidad le sucediera algo a mis animalitos, le juro que ya no me verían nunca pero nunca más, porque me iría de aquí para siempre, y ustedes se llenarían de ratas, ratones, lagartijas, gusanos, cucarachas y arañas, por todas partes.”

Sus ojos comenzaban a humedecerse, sus manos temblaban y el timbre de su voz vibraba.

“Doña Felina, ¿qué le pasa? ¿le aturde algo?... Cuénteme todo, acuérdese que no soy como los otros, a lo mejor también le puedo ayudar.”

“Gracias, Luján, gracias, al decir verdad, ya no se encuentran vecinos tan comprensivos como tú. Porque como te decía, por mis gatitos daría hasta la vida. Te tengo que confesar algo: ¿Sabías que el espíritu de Cacao me persigue hace días, sueño con él?... ¡Sé que está aquí, está aquí, está aquí! ¡Lo puedo ver clarito, me persigue, tengo siempre pesadilla, muchas pesadillas!” De pronto estalló en un llanto descontrolado.

Ajá, ya vamos entendiéndonos mejor, así que aparte de comeaves, encima eres supersticiosa, pensaba, y le pregunté: “¿No le entiendo, doña Felina? ¿Pero de qué pesadilla me habla, y quién es Cacao?”

“Sí, porque estoy seguro que es él ... ¡CACAO, CACAO!”, repetía el nombre con miedo, gritando “Me despierto a media noche, muy atemorizada, busco a Flujanz, Ulises y Cachimbo, y me acurruco con ellos hasta la madrugada, ¡es horrible!”

“¿Pero por qué, cuénteme, cuénteme?”

“Está bien, te lo contaré...” Inhaló aire, sacó su pañuelo, se secó las lágrimas y se sonó luego la nariz, produciendo un sonido desagradable. “Fue horrible: En mi sueño vi cómo él agarró a mis gatos, les desgarró los pelajes y con la dermis sangrante, al rojo vivo, los colgó boca abajo, en el tendedero de la azotea, haciéndoles un nudo con la cola. Cachimbo todavía se movía, botaba un hilo de saliva densa mezclada con sangre por la boca. Los otros ya no respiraban, se habían muerto. Sus ojos por la presión de la sangre coagulada se habían desprendido de sus cavidades; en sus caras se reflejaban todavía los gestos de desesperación y agonía. ¡Horrible, horrible! Felizmente que al despertarme me había dado cuenta que había sido mas que una terrible pesadilla y que Flujanz, Ulises y Cachimbo se encontraban junto a mí, vivos y ronroneando. ¡Ay, Virgen de las Alturas! qué alivio había sentido, lloré de pura alegría. Y así son casi todas las noches, te juro que ya no sé qué hacer.”

Caramba, qué alucinación para más macabra, creo que ésta lo que necesita es un siquiatra, pensaba, arrugando la frente.

Llevaba puesto un collar exótico que lo tocaba persistentemente con las manos; parecía de un animal roedor: con patas largas y de uñas afiladas.

“¿Doña Felina, qué cosas tiene colgado allí y por qué lo toca de esa manera?”, pregunté con curiosidad.

“Es mi amuleto”, contestó, lo frotaba y frotaba con los dedos “Me protege contra el espectro diabólico de ese Cacao, igual que mis tres gatos.”

“¿Qué raro, pero si parecen patas de rata?”

“Así es, has adivinado muy bien: se tratan de las ratas que Cachimbo caza en el sótano. A veces se escabulle entre las tuberías de desagüe y me trae unas más grandes. En cambio, Ulises y Flujanz son más flojos, cazan sólo ratones, pero igual las diseco todas para luego colgármelas. ¿Te gustan?...” Mostraba su collar orgullosa.

“Pero, doña Felina, si se ven horribles.” Inmediatamente se me vino a la memoria que también había visto como una docena de patas, muy parecidas a las del collar, tiradas en el quinto piso –recuerdo que hasta habían causado una gran consternación entre los vecinos-, y reflexioné: Mejor no le diré nada a don Remigio porque a lo mejor le da un infarto.¡Vieja sacrílega, fetiche!

Seguía contándome su historia:

“Mis padres tenían una hacienda en la ceja de selva, por Madre de Dios: sembrábamos yuca, mucha yuca, los primeros de la zona, y Cacao, ese negro feo, pervertido, trabajaba como peón. Me afanaba siempre, persiguiéndome entre los matorrales, se bajaba el cierre y me enseñaba su tremenda cosota. Era horrorosa, grande y gruesa, parecía una Anaconda. Y yo no quería y le decía que mejor escondiera ese animal, perdón, quiero decir cosa... ¿Usted ya me comprende, no? Felizmente como era peón, me obedecía retirándose a escondidas entre la espesura verde de los árboles. ¡Imagínese!, todavía me decía el muy insolente: “Te quiero, te necesito, patroncita mía.” Hasta que un día no aguantó más y quería violarme con toda su cosota salida, me decía: “Discúlpame Felina mía, es que hoy te deseo más que nunca.” Me tumbó al suelo húmedo y justo cuando estaba por romperme la virginidad por atrás –que a Dios gracias hasta hoy la conservo intacta-, le atacó una pantera negra por la retaguardia. Era rarísima: sus patas eran inmensas y grises, igual que las de una rata, sólo que más grandes, grandísimas. Fue un cuadro espeluznante. Pero me salvó de ser violada. ¡Ay, hasta hoy día la venero, es mi Ángel de la Guarda!” Temblaba toda traumatizada. Abrazó instintivamente a sus tres gatos que todavía lamían lo que quedaba de la lata de atún.

“¡Caramba, caramba, tranquilícese!... Si quiere, doña Felina, continuamos otro día, sí”, le dije como para calmarla un poco.

“¡No, Luján, no!... Botaré el trauma de una vez, de repente así me libero de él para siempre.” No soltaba a sus gatos por nada. “Como te seguía diciendo, vi como Cacao, y a pesar de estar moribundo y con la lengua afuera y los colmillos de la pantera engrampados en su cuello, chisgueteando sangre por la aorta, se reía amenazante, balbuciéndome: "JE-JE-JE... Yo sé que dejaré de existir, pero mi espíritu enamorado se reencarnará y te perseguirá siempre... JE-JE-JE" Mientras el animal se lo llevaba arrastrando por los matorrales, con la cabeza casi cercenada, yo todavía escuchaba el eco de su risa diabólica que retumbaba entre los caobos: JE-JE-JE!, y otra vez ¡JE- JE-JE!

Ahí está pues la razón de su actitud, por fin la descubrí..., hilvanaba mis primeras conclusiones, Qué bien, ahora se me va aclarando un poco más el panorama, sin embargo, continuaré preguntando con precaución, y le dije:

“Doña Felina, de repente por eso es que cuida a sus tres gatos negros con tanta devoción, ¿no es así?”

“Efectivamente, es usted un buen analista, sabe deducir muy bien las situaciones, eh”

Vaya, por fin me dice esta vieja loca algo halagador, pensé, y le dije: “Gracias, gracias, es que lo llevo en la sangre.”

Y continuó diciendo, enseñándome las patas de su collar:

“Estas patas no serán tan grandes como las de la pantera, pero al menos me neutraliza las malas energías de su espíritu.”

“Es increíble, es usted una mujer muy valiente, comprendo, comprendo... ¿Y dígame, qué va hacer ahora?”, le pregunté, y conjeturaba dentro de mí: Si me responde lo que yo supongo, estaría tocando su punto débil y así tendría un terreno más accesible para atacar.

“Nada. Más que esperar a que ojalá un día desaparezca Cacao de mi vida para siempre.” Y comenzó a observarme, dudosamente: “Hmm, tampoco me extrañaría que su espíritu se haya reencarnado en cada uno de ustedes. Sí... así es, porque todos son iguales, unos vecinos endemoniados. ¡Cómo los odio, los odio! Ya es hora que visite a la Mama, mi santera, para que los exorcice de una vez, hincándoles alfileres y rociándoles con el orín de mis gatos en sus cuerpos. ¡Ay, que Macumba me proteja de los espíritus malignos!... ¡SÁLVAME, SÁLVAME POR FAVOR, QUE YA NO CONFÍO EN NADIE!”, lloraba chillando como árabe en un velorio; se golpeaba el pecho con los puños cerrados, escupió en las palmas de sus manos y las frotó en su cara.

Qué bien, así me gusta que reaccione: que los elementos emocionales se mezclen con los circunstanciales. ¡Magnífico! Ahora tengo casi todos los componentes a favor mío: mantenerla bajo tensión y desgastarla ha sido mi mejor táctica. Pues ahora la confundiré más para enfurecerla, así terminará exhausta y en peores condiciones, pensaba sólo en mi estrategia, y le mentí:

“Qué cosas dice, doña Felina, cálmese por favor que yo sí la quiero y acepto tal como es. Es más, hasta creo que le doy la razón. Mire, el otro día nomás, mirándome en el espejo, me pareció ver también la imagen de un hombre negro muy feo: tenía la nariz aplastada y sangraba mucho por la boca. ¿Qué coincidencia, no?... Ahora que escucho sus confesiones, pues creo que se trata del mismo Cacao ese. Doña Felina, créame, no es mi deseo aturdirla, pero imagínese: ¿Y si efectivamente él se ha reencarnado en mí persona? ¡Qué pasaría, qué haríamos!... Ah, no, esta situación a mí también ya me da miedo.”

Ella ajustaba fuerte su collar con las manos, abrazó sus tres panteras miniaturizadas y totalmente ofuscada, confundida, comenzó a gritarme:

“¡LÁRGUESE, LÁRGUESE DE AQUÍ, QUÉ NO LO QUIERO VER MÁS!...” Totalmente aturdida, me escupía y me arañaba la cara con las patas de rata de su collar; los gatos se encorvaban, erizaban sus pelos, enseñándome sus afilados colmillos: “¡FUERA, FUERA!... ¡Es usted un soplón, sí, eso es, un soplón comandado por Cacao!... ¡FUERA, FUERA!”, y me retiré antes que verdaderamente me hiciera más daño.


Pasaron unos días, era sábado y para mí un día clave, dado que Felina acostumbraba a colgar también siempre su ropa en la azotea. Yo iba a dar un paseo, pues el día era propicio, un cielo azul con un sol radiante, y la encontré afuera con sus maletas, se le veía apenada, como resignada y con los ojos inyectados de llanto, y le dije fingiendo como para que no sospechara lo que en verdad yo ya sabía:

“Doña Felina, ¡qué ha pasado, a dónde se va!... ¿Y sus mascotitas, cómo están?”

“¡Mal, muy mal! Me voy de aquí para siempre, alguien despellejó a mis tres gatos y los colgó en el tendedero de la azotea.”



Publicación Flujanz

Por © Frederic Luján Z.

Tuesday, March 01, 2011

¡Caramba,cómo salgo ahora de este laberinto!





Flujanz, mientras se afeita -como todos los días-, se mira en el espejo y descubre, o mejor dicho se descubre que en realidad es diferente, tan diferente, que hasta nace también un interesante diálogo.


Flujanz: “¡Imposible! ... No creo que esa nariz sea mía.”


El otro: “Cómo que no. Obsérvate más de cerca: toda larga y desproporcionada, que pareces hasta un oso hormiguero. ¿O es que ya te has olvidado como te gusta meter siempre ese hocico en donde no debes?”


Flujanz: “Este, bueno, tienes razón, es que desde chico he sido siempre curioso. Pero eso ya ha cambiado, hoy, digamos que soy felizmente algo más selectivo, perdón, quiero decir cuidadoso.”


El otro: “¿Selectivo? ¿Cuidadoso? ... ¡Sonseras! Tú hueles y olerás siempre tantas cosas, que seguro por eso sufres también de sinusitis crónica.”


Flujanz: “Oye, verdad, tienes razón, por eso que también desde niño sufría siempre de esas congestiones en las vías respiratorias.”


El otro: “¿Congestiones?... Ja, ja, ja. Yo me río. Pero si a ti se te atora siempre todo y no solamente en la nariz. Ya, ya, pero mejor no la hagamos más larga, que eso ya es otro tema y mira ahora mejor más en tus ojos, que es lo que en verdad me interesa.”


Flujanz: “Sí, ¿qué tienen?... Pero si los veo igual que siempre. Ah, sí, perdón, salvo estas cuantas arrugas de patitas de gallo que me han salido aquí en los costados; y bueno, mis cejas que también en estos últimos años se han vuelto, digamos que, un poco más frondosas, eso es todo.”


El otro: “Por favor, ¿por qué no prestas mejor un poco más de atención, sí? Esas arrugas que tienes no me interesan, las tienen también todo el mundo a tu edad. Es curioso, sólo cuando se trata de ver otras cosas o a otros, ahí sí que te fijas hasta en los más mínimos detalles, ¿verdad? Conmigo, ya te advierto, o te miras de una vez bien en los ojos, o hago que esa narizota tuya se vea igual que la trompa de un elefante africano, ¿me entiendes?”


Flujanz: “Ya, ya, está bien, cálmate que no es para tanto, sí. Ahora que me dices eso, me parece que veo también mis ojos algo asimétricos, como irregulares, o sea, quiero decir, uno más arriba que el otro; sobre todo el izquierdo, como que se ha achicado también un poco. ¡Mamá, por favor!, tú que ya estás en el cielo, ya sabes, cuando te visite allá arriba espero que también me des una explicación sobre esta anomalía, ¿de acuerdo? ¿Y? ... ¿contento ahora?”


El otro: “No. Y deja mejor a tu madre tranquila, que ella tampoco tiene la culpa. Mira, eso de que tienes un ojo más chico que el otro, se debe a lo mejor porque les guiñas siempre a todas las mujeres, so pedazo de faldero. No, en serio, como presumido y vanidoso que eres, eso que te parece que un ojo lo tienes más arriba que el otro, se debe por un efecto óptico y nada más. Como, por ejemplo, cuando levantas - y sólo para hacerte también el interesante- esa peluda ceja derecha que más parece una brocha, visualmente te da la impresión como si se redujera también de tamaño un poco tu ojo izquierdo, eso es todo. Pero, bueno, mejor no nos distraigamos más y dime, ¿qué más puedes ver ahora en tus ojos?”


Flujanz: “Qué curioso, ahora son más bien mis pupilas que me parecen grandes, grandísimas, como dilatadas. Hasta puedo ver también perfectamente lo que hay adentro.”


El otro: “¿Así?... ¿y qué ves adentro?”


Flujanz: “Un hueco, sí, eso es, un hueco negro que se mezcla con el color verde grisáceo jaspeado con amarillo pato, casi turbio, de mis iris. Es algo difícil de definir, ya que los colores se mezclan de tal manera hasta formar una pequeña masa en forma de bola que rueda y rueda lentamente por un angosto y elástico conducto hacia mi cerebro. Ah, sí, y otra cosa: veo también imágenes, muchas imágenes que se adhieren a esa masa pegajosa, pero distorsionadas y de cabeza; además...”


El otro: “Basta, ya no sigas. Eso ya es suficiente. Te explico: no es que quiera hacerte ahora una craneometría, frenología, fisiognomía, ni menos una metospocopía –no tendría tampoco ningún sentido, ya que igual no te daría la gana de entender-, lo que pasa, y aquí viene lo interesante, que tú por fin estás aprendiendo a verte con tus propios ojos, eso es todo.”


Flujanz: “Ah, ya, muy interesante... ¿Y tú quién eres?¿El padre del psicoanálisis, de la morfopsicología o qué?... Mira, hermanito, hagamos mejor una cosa: Aunque me vea ahora así deforme, ¿por qué no me dejas mejor en paz, sí? Que si quieres, también me pego un buen tiro de cloro, y ahí si que no solamente vería huecos con bolas como ahora, sino que además me transportaría a otras cavidades mucho más profundas. Es más, hermanito, creo que me estás tomando también de pelotudo, no. Con estos únicos ojitos que tengo, veo y veré siempre todo lo que a mí me dé sólo la santa gana, ¿entiendes?”


El otro: “Tú mismo lo has dicho, y a eso justamente quería llegar. Tú en verdad no ves nada, absolutamente nada, ni tampoco en tu puta vida lo has hecho. ¿Y sabes por qué?... Porque tus ojos son como un par de tumores coloreados que opacan en verdad la verdadera luz de tu interior. Por eso, sí, por eso que ves también esas imágenes deformes y de cabeza que se van adhiriendo igual que una bola viscosa que rueda hacia tu cerebro. Además, es mejor que me hables bonito y en otro tono, so pedazo de creído, ya que te estás dirigiendo también a ti mismo.”


Flujanz: “Está bien, tienes razón, me tranquilizaré entonces un poco. Mira, ahora que veo más de cerca de nuevo estos ojitos míos, me da la impresión como si en cada imagen esa que se incrusta en esa bola, me viera también yo mismo. ¡Increíble! Son como figuras superpuestas, como de collage, este, quiero decir, a veces de payaso, soldado, emperador, fisioculturistas musculosos, de Domina con piernas de avestruz, de gallo, león; también a mujeres de todo tipo desnudas, y hasta en cosas inertes como libros, muchos libros, un Maceratti descapotable rojo, dinero, un palacio, trajes finísimos, y cosas por el estilo.”


El otro: “Perfecto, creo que ahora sí vamos entendiéndonos. Por fin has dado también con el objeto de mi análisis, este, perdón, quiero decir, tu examen. Si quieres, te explico el fenómeno de esta otra manera: en tu vida, tus ojos han visto y ven tantas cosas que sólo a ti te provocan ver, hacer, o disfrutar, que ahora, por esa casi enfermiza obsesión de querer ser siempre lo que en realidad no eres ni nunca lo vas a ser, el eje óptico tuyo como que proyecta ahora sólo figuras desgastadas y tan cerca al punto ciego, que ahora más bien te parecen como una bola que rueda y rueda sin sentido hasta atorarse ahí, en algún sitio de tu cerebro y sin poder deshacerse.”


Flujanz: “¡Hmm, interesante! O sea que ahora encima me insinúas que debería verme mejor como esa masa boluda pegajosa rodante que se estrella siempre en mi cerebro y nada más. ¿Es acaso así? ... O, aunque, bueno, ¿a lo mejor tienes razón? Pero igual, todo esto ahora me confunde, me confunde mucho, ya que mientras más me miro en el espejo, me doy cuenta que también soy diferente, este, o sea, quiero decir desigual o, mejor no, el que siempre he sido o no he sido o dejaré de ser, jugar, actuar, comportarme o, ya está, eso es: admitirme, simplemente admitirme, ¿o es que se dice acaso aceptarme?... ¡Caramba, cómo salgo ahora de este laberinto!”


El otro: “Mira, Flujanz, mejor ya no te esfuerces más y terminemos esto mejor aquí, sí. Que, por lo distraído que eres siempre, ahora te has cortado encima la barbilla con la hoja esa de afeitar. Yo creo, y esto te lo digo también muy en serio: esas visiones que tienes ahora, seguro que cambiarán también mañana, cuando te afeites y te mires de nuevo en el espejo, pero ojalá esta vez con otros ojos, ¿de acuerdo?”



Publicación Flujanz
Por © Frederic Luján Z.